domingo, 12 de septiembre de 2021

Fragmento de La Mujer de Blanco la novela clásica de Wilkie Collins. Walter Hartright ha regresado a Inglaterra y después de enterarse de la muerte de Laura, ahora Lady Glyde, decide ir al cementerio de Limmeridge a visitar su tumba.


 […]

“Levanté la cabeza. Faltaba poco para que el sol se pusiera. Las nubes se habían separado y la tenue luz oblicua bañaba las colinas. El final de aquél día era frío, claro y sereno en el quieto valle de la muerte.

Detrás de mí vi, en el cementerio, vi en la fría claridad del ocaso a dos mujeres. Miraban hacia la tumba, me miraban a .

Dos.

Se acercaron un poco y volvieron a detenerse. Llevaban velos que me ocultaban sus rostros. Una de ellas lo levantó. A la luz plácida de la noche vi el rostro de Marian Halcombe.

¡Había cambiado! ¡Había cambiado como si hubieran pasado años. Sus ojos grandes y salvajes me miraban con extraño terror. Su rostro, fatigado y exhausto, inspiraba compasión. Como si la pena, el temor y la angustia la hubieran marcado.

Di un paso hacia ella. No se movió, ni dijo una palabra. La mujer que estaba a su lado, y que no levantó el velo, lanzó un débil gemido. Me detuve. Mis fuerzas me abandonaron; y un indecible terror me hizo temblar de pies a cabeza.

La mujer con el rostro cubierto se separó de su compañera y con lentitud se dirigió hacia mí. Una sola vez Marian Halcombe habló. Su voz no había cambiado como sus ojos amedrentados y su rostro gastado.

-          ¡Es mi sueño!, ¡es mi sueño!

Le oí pronunciar quedamente esas palabras en medio de aquél silencio horripilante. Cayó de rodillas y levantó sus manos crispadas al cielo.

-          ¡Padre nuestro, dadle fortaleza! ¡Padre, ayúdale en esta hora decisiva!

La mujer se me acercaba, despacio y en silencio. La miré y desde aquel instante no pude mirar a nadie más.

La voz que rogaba por mí tembló y pasó a ser un susurro, luego de repente se levantó, me llamó con horror, me gritó con desesperación que me marchase.

Pero la mujer cubierta por el velo se había adueñado de mí, de mi cuerpo y de mi alma. Se detuvo a un lado de la tumba. Nos quedamos frente a frente, separados por la lápida sepulcral. Ella estaba junto a la inscripción del pedestal; su vestido tocaba las letras negras.

La voz se acercó, se elevaba más y más, estaba llena de pasión.

-          ¡No descubra la cara! ¡No la mire! ¡por amor de Dios, evítale este trance!

La mujer levantó el velo.

DEDICADO

A LA MEMORIA DE

LAURA,

LADY GLYDE…

Laura, lady Glyde, se erguía junto al epitafio y me miraba por encima del sepulcro.”



sábado, 11 de septiembre de 2021

Un pasaje de la novela "Sonata de Otoño" de Valle Inclán. El marqués de Bradomín se dirige al Palacio de Brandeso. Concha, una prima y amor de juventud le ha llamado porque enferma y moribunda quiere verle antes de que pase lo inevitable.







" —Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son

caminantes! ¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra anega. ¡Mal año nos

aguarda!

Apenas entramos, el mayordomo volvió a salir por las alforjas. Yo

me acerqué al hogar donde ardía un fuego miserable. La pobre mujer

avivó el rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que

empezó a dar humo, chisporroteando. En el fondo del muro, una

puerta vieja y mal cerrada, con las losas del umbral blancas de

harina, golpeaba sin tregua: ¡tac! ¡tac! La voz de un viejo que

entonaba un cantar, y la rueda del molino, resonaban detrás. Volvió el

mayordomo con las alforjas colgadas de un hombro:

—Aquí viene el yantar. La señora se levantó para disponerlo todo

por sus manos. Salvo su mejor parecer, podríamos aprovechar este

huelgo. Si cierra a llover no tendremos escampo hasta la noche.

La molinera se acercó solícita y humilde:

—Pondré unas trébedes al fuego, si acaso les place calentar la

vianda.

Puso las trébedes y el mayordomo comenzó a vaciar las alforjas:

Sacó una gran servilleta adamascada y la extendió sobre la piedra del

hogar. Yo, en tanto, me salí a la puerta. Durante mucho tiempo estuve

contemplando la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las

ráfagas del aire. El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la

vez:

—Cuando a vuecencia bien le parezca... ¡Dígole que tiene un rico

yantar!

Entré de nuevo a la cocina y me senté cerca del fuego. No quise

comer, y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso

de vino. El viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el

fondo de las alforjas, y me sirvió aquel vino rojo y alegre que daban

las viñas del Palacio, en uno de esos pequeños vasos de plata que

nuestras abuelas mandaban labrar con soles del Perú, un vaso por

cada sol. Apuré el vino, y como la cocina estaba llena de humo,

salíme otra vez a la puerta. Desde allí mandé al mayordomo y a la

cocinera que comiesen ellos. La cocinera solicitó mi venia para llamar

al viejo que cantaba dentro. Le llamó a voces.

—¡Padre! ¡Mi padre!,..

Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y

el cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y la guedeja

de plata, alegre y picaresco como un libro de antiguos decires.

Arrimaron al hogar toscos escabeles ahumados, y entre un coro de

bendiciones sentáronse a comer. Los dos perros flacos vagaban en

torno. Fue un festín donde todo lo había previsto el amor de la pobre

enferma. ¡Aquellas manos pálidas, que yo amaba tanto, servían la

mesa de los humildes como las manos ungidas de las santas

princesas! Al probar el vino, el viejo molinero se levantó salmodiando:

—¡A la salud del buen caballero que nos lo da!...

De hoy en muchos años torne a catarlo en su noble presencia.

Después bebieron la mujeruca y el mayordomo, todos con igual

ceremonia. Mientras comían yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba

el molinero adónde nos encaminábamos y el mayordomo respondía

que al Palacio de Brandeso. El molinero conocía aquel camino, pagaba

un foro antiguo a la señora del Palacio, un foro de dos ovejas, siete

ferrados de trigo y siete de centeno. El año anterior, como la sequía

fuera tan grande, perdonárale todo el fruto: Era una señora que se

compadecía del pobre aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la

lluvia, les oía emocionado y complacido. Volvía la cabeza, y con los

ojos buscábales en torno del hogar, en medio del humo. Entonces

bajaban la voz y me parecía entender que hablaban de mí. El

mayordomo se levantó:

—Si a vuecencia le parece, echaremos un pienso a las mulas y

luego nos pondremos en camino.

Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a

barrer la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un

hueso. La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de

enviarme bendiciones con un musitar de rezo:

—¡El señor quiera concederle la mayor suerte y alud en el mundo,

y que cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera

Dios que se encuentre sana a la señora y con los colores de una

rosa!...

Dando vueltas en torno del hogar la molinera repetía

monótonamente:

—¡Así la encuentre como una rosa en su rosal!

Aprovechando un claro del tiempo, entró el mayordomo a recoger

las alforjas en la cocina, mientras el molinero desataba las mulas y

del ronzal las sacaba hasta el camino, para que montásemos. La hija

asomó en la puerta para vernos partir:

—¡Vaya muy dichoso el noble caballero!... ¡Que Nuestro Señor le

acompañe!...

Cuando estuvimos a caballo salió al camino, cubriéndose la

cabeza con el mantelo para resguardarla de la lluvia que comenzaba

de nuevo, y se llegó a mí llena de misterio. Así, arrebujada, parecía

una sombra milenaria. Temblaba su carne, y los ojos fulguraban

calenturientos bajo el capuz del mantelo. En la mano traía un manojo

de yerbas. Me las entregó con un gesto de sibila, y murmuró en voz

baja:

—Cuando se halle con la señora mi Condesa, póngale sin que ella

le vea, estas yerbas bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas

son como los ruiseñores, todas quieren volar. Los ruiseñores cantan

en los jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco...

Levantó los brazos, como si evocase un lejano pensamiento

profético, y los volvió a dejar caer. Acercóse sonriendo el viejo

molinero, y apartó a su hija sobre un lado del camino para dejarle

paso a mi mula:

—No haga caso, señor. ¡La pobre es inocente!

Yo sentí, como un vuelo sombrío, pasar sobre mi alma la

superstición, y tomé en silencio aquel manojo de yerbas mojadas por

la lluvia. Las yerbas olorosas llenas de santidad, las que curan la

saudade de las almas y los males de los rebaños, las que aumentan

las virtudes familiares y las cosechas... ¡Qué poco tardaron en florecer

sobre la sepultura de Concha en el verde y oloroso cementerio de San

Clodio de Brandeso!

Yo recordaba vagamente el Palacio de Brandeso, donde había

estado de niño con mi madre, y su antiguo jardín, y su laberinto que

me asustaba y me atraía. Al cabo de los años, volvía llamado por

aquella niña con quien había jugado tantas veces en el viejo jardín sin

flores. El sol poniente dejaba un reflejo dorado entre el verde sombrío,

casi negro, de los árboles venerables. Los cedros y los cipreses, que

contaban la edad del Palacio. El jardín tenía una puerta de arco, y

labrados en piedra, sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas de

cuatro linajes diferentes. ¡Los linajes del fundador, noble por todos

sus abuelos! A la vista del Palacio, nuestras mulas fatigadas, trotaron

alegremente hasta detenerse en la puerta llamando con el casco. Un

aldeano vestido de estameña que esperaba en el umbral, vino

presuroso a tenerme el estribo. Salté a tierra, entregándole las

riendas de mi mula. Con el alma cubierta de recuerdos, penetré bajo

la oscura avenida de castaños cubierta de hojas secas. En el fondo

distinguí el Palacio con todas las ventanas cerradas y los cristales

iluminados por el sol. De pronto vi una sombra blanca pasar por

detrás de las vidrieras, la vi detenerse y llevarse las dos manos a la

frente. Después la ventana del centro se abría con lentitud y la

sombra blanca me saludaba agitando sus brazos de fantasma. Fué un

momento no más. Las ramas de los castaños se cruzaban y dejé de

verla. Cuando salí de la avenida alcé los ojos nuevamente hacia el

Palacio. Estaban cerradas todas las ventanas: ¡Aquella del centro

también! Con el corazón palpitante penetré en el gran zaguán oscuro

y silencioso. "


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