" —Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son
caminantes! ¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra anega. ¡Mal año nos
aguarda!
Apenas entramos, el mayordomo volvió a salir por las alforjas. Yo
me acerqué al hogar donde ardía un fuego miserable. La pobre mujer
avivó el rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que
empezó a dar humo, chisporroteando. En el fondo del muro, una
puerta vieja y mal cerrada, con las losas del umbral blancas de
harina, golpeaba sin tregua: ¡tac! ¡tac! La voz de un viejo que
entonaba un cantar, y la rueda del molino, resonaban detrás. Volvió el
mayordomo con las alforjas colgadas de un hombro:
—Aquí viene el yantar. La señora se levantó para disponerlo todo
por sus manos. Salvo su mejor parecer, podríamos aprovechar este
huelgo. Si cierra a llover no tendremos escampo hasta la noche.
La molinera se acercó solícita y humilde:
—Pondré unas trébedes al fuego, si acaso les place calentar la
vianda.
Puso las trébedes y el mayordomo comenzó a vaciar las alforjas:
Sacó una gran servilleta adamascada y la extendió sobre la piedra del
hogar. Yo, en tanto, me salí a la puerta. Durante mucho tiempo estuve
contemplando la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las
ráfagas del aire. El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la
vez:
—Cuando a vuecencia bien le parezca... ¡Dígole que tiene un rico
yantar!
Entré de nuevo a la cocina y me senté cerca del fuego. No quise
comer, y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso
de vino. El viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el
fondo de las alforjas, y me sirvió aquel vino rojo y alegre que daban
las viñas del Palacio, en uno de esos pequeños vasos de plata que
nuestras abuelas mandaban labrar con soles del Perú, un vaso por
cada sol. Apuré el vino, y como la cocina estaba llena de humo,
salíme otra vez a la puerta. Desde allí mandé al mayordomo y a la
cocinera que comiesen ellos. La cocinera solicitó mi venia para llamar
al viejo que cantaba dentro. Le llamó a voces.
—¡Padre! ¡Mi padre!,..
Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y
el cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y la guedeja
de plata, alegre y picaresco como un libro de antiguos decires.
Arrimaron al hogar toscos escabeles ahumados, y entre un coro de
bendiciones sentáronse a comer. Los dos perros flacos vagaban en
torno. Fue un festín donde todo lo había previsto el amor de la pobre
enferma. ¡Aquellas manos pálidas, que yo amaba tanto, servían la
mesa de los humildes como las manos ungidas de las santas
princesas! Al probar el vino, el viejo molinero se levantó salmodiando:
—¡A la salud del buen caballero que nos lo da!...
De hoy en muchos años torne a catarlo en su noble presencia.
Después bebieron la mujeruca y el mayordomo, todos con igual
ceremonia. Mientras comían yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba
el molinero adónde nos encaminábamos y el mayordomo respondía
que al Palacio de Brandeso. El molinero conocía aquel camino, pagaba
un foro antiguo a la señora del Palacio, un foro de dos ovejas, siete
ferrados de trigo y siete de centeno. El año anterior, como la sequía
fuera tan grande, perdonárale todo el fruto: Era una señora que se
compadecía del pobre aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la
lluvia, les oía emocionado y complacido. Volvía la cabeza, y con los
ojos buscábales en torno del hogar, en medio del humo. Entonces
bajaban la voz y me parecía entender que hablaban de mí. El
mayordomo se levantó:
—Si a vuecencia le parece, echaremos un pienso a las mulas y
luego nos pondremos en camino.
Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a
barrer la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un
hueso. La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de
enviarme bendiciones con un musitar de rezo:
—¡El señor quiera concederle la mayor suerte y alud en el mundo,
y que cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera
Dios que se encuentre sana a la señora y con los colores de una
rosa!...
Dando vueltas en torno del hogar la molinera repetía
monótonamente:
—¡Así la encuentre como una rosa en su rosal!
Aprovechando un claro del tiempo, entró el mayordomo a recoger
las alforjas en la cocina, mientras el molinero desataba las mulas y
del ronzal las sacaba hasta el camino, para que montásemos. La hija
asomó en la puerta para vernos partir:
—¡Vaya muy dichoso el noble caballero!... ¡Que Nuestro Señor le
acompañe!...
Cuando estuvimos a caballo salió al camino, cubriéndose la
cabeza con el mantelo para resguardarla de la lluvia que comenzaba
de nuevo, y se llegó a mí llena de misterio. Así, arrebujada, parecía
una sombra milenaria. Temblaba su carne, y los ojos fulguraban
calenturientos bajo el capuz del mantelo. En la mano traía un manojo
de yerbas. Me las entregó con un gesto de sibila, y murmuró en voz
baja:
—Cuando se halle con la señora mi Condesa, póngale sin que ella
le vea, estas yerbas bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas
son como los ruiseñores, todas quieren volar. Los ruiseñores cantan
en los jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco...
Levantó los brazos, como si evocase un lejano pensamiento
profético, y los volvió a dejar caer. Acercóse sonriendo el viejo
molinero, y apartó a su hija sobre un lado del camino para dejarle
paso a mi mula:
—No haga caso, señor. ¡La pobre es inocente!
Yo sentí, como un vuelo sombrío, pasar sobre mi alma la
superstición, y tomé en silencio aquel manojo de yerbas mojadas por
la lluvia. Las yerbas olorosas llenas de santidad, las que curan la
saudade de las almas y los males de los rebaños, las que aumentan
las virtudes familiares y las cosechas... ¡Qué poco tardaron en florecer
sobre la sepultura de Concha en el verde y oloroso cementerio de San
Clodio de Brandeso!
Yo recordaba vagamente el Palacio de Brandeso, donde había
estado de niño con mi madre, y su antiguo jardín, y su laberinto que
me asustaba y me atraía. Al cabo de los años, volvía llamado por
aquella niña con quien había jugado tantas veces en el viejo jardín sin
flores. El sol poniente dejaba un reflejo dorado entre el verde sombrío,
casi negro, de los árboles venerables. Los cedros y los cipreses, que
contaban la edad del Palacio. El jardín tenía una puerta de arco, y
labrados en piedra, sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas de
cuatro linajes diferentes. ¡Los linajes del fundador, noble por todos
sus abuelos! A la vista del Palacio, nuestras mulas fatigadas, trotaron
alegremente hasta detenerse en la puerta llamando con el casco. Un
aldeano vestido de estameña que esperaba en el umbral, vino
presuroso a tenerme el estribo. Salté a tierra, entregándole las
riendas de mi mula. Con el alma cubierta de recuerdos, penetré bajo
la oscura avenida de castaños cubierta de hojas secas. En el fondo
distinguí el Palacio con todas las ventanas cerradas y los cristales
iluminados por el sol. De pronto vi una sombra blanca pasar por
detrás de las vidrieras, la vi detenerse y llevarse las dos manos a la
frente. Después la ventana del centro se abría con lentitud y la
sombra blanca me saludaba agitando sus brazos de fantasma. Fué un
momento no más. Las ramas de los castaños se cruzaban y dejé de
verla. Cuando salí de la avenida alcé los ojos nuevamente hacia el
Palacio. Estaban cerradas todas las ventanas: ¡Aquella del centro
también! Con el corazón palpitante penetré en el gran zaguán oscuro
y silencioso. "