[…]
“Levanté la cabeza. Faltaba poco para que el sol se pusiera.
Las nubes se habían separado y la tenue luz oblicua bañaba las colinas. El
final de aquél día era frío, claro y sereno en el quieto valle de la muerte.
Detrás de mí vi, en el cementerio, vi en la fría claridad
del ocaso a dos mujeres. Miraban hacia la tumba, me miraban a mí.
Dos.
Se acercaron un poco y volvieron a detenerse. Llevaban velos
que me ocultaban sus rostros. Una de ellas lo levantó. A la luz plácida de la
noche vi el rostro de Marian Halcombe.
¡Había cambiado! ¡Había cambiado como si hubieran pasado
años. Sus ojos grandes y salvajes me miraban con extraño terror. Su rostro,
fatigado y exhausto, inspiraba compasión. Como si la pena, el temor y la
angustia la hubieran marcado.
Di un paso hacia ella. No se movió, ni dijo una palabra. La
mujer que estaba a su lado, y que no levantó el velo, lanzó un débil gemido. Me
detuve. Mis fuerzas me abandonaron; y un indecible terror me hizo temblar de
pies a cabeza.
La mujer con el rostro cubierto se separó de su compañera y
con lentitud se dirigió hacia mí. Una sola vez Marian Halcombe habló. Su voz no
había cambiado como sus ojos amedrentados y su rostro gastado.
-
¡Es mi sueño!, ¡es mi sueño!
Le oí pronunciar quedamente esas palabras en medio de aquél
silencio horripilante. Cayó de rodillas y levantó sus manos crispadas al cielo.
-
¡Padre nuestro, dadle fortaleza! ¡Padre, ayúdale
en esta hora decisiva!
La mujer se me acercaba, despacio
y en silencio. La miré y desde aquel instante no pude mirar a nadie más.
La voz que rogaba por mí tembló y
pasó a ser un susurro, luego de repente se levantó, me llamó con horror, me
gritó con desesperación que me marchase.
Pero la mujer cubierta por el
velo se había adueñado de mí, de mi cuerpo y de mi alma. Se detuvo a un lado de
la tumba. Nos quedamos frente a frente, separados por la lápida sepulcral. Ella
estaba junto a la inscripción del pedestal; su vestido tocaba las letras
negras.
La voz se acercó, se elevaba más
y más, estaba llena de pasión.
-
¡No descubra la cara! ¡No la mire! ¡por amor de
Dios, evítale este trance!
La mujer levantó el velo.
DEDICADO
A LA MEMORIA DE
LAURA,
LADY GLYDE…
Laura, lady Glyde, se erguía junto al epitafio y me miraba por encima del
sepulcro.”
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